Formado en la Escola Massana como diseñador industrial, trabaja como escenógrafo desde 1994.Colaborador habitual de Àlex Rigola, Carlota Subirós, Marcos Morau, Sergi Belbel, Xavier Albertí yDavid Selvas, entre otros, ha estrenado sus obras en centros de producción como el TeatreNacional de Catalunya, Teatre Lliure, Sala Beckett, Centro Dramático Nacional, Schaubühne ySchauspielhaus Düsseldorf. Durante los últimos tres años ha trabajado con la Göteborgs OperansDanskompani, The Royal Danish Theater, Teatro Stabile del Véneto, Teatros del Canal y Mercatde les Flors.
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MAX GLAENZEL
Mientras nos apretujamos y nos separamos para esquivar a grupos compactos de turistas y personas que empujan carritos de la compra por las estrechas aceras de la calle Nou de la Rambla, donde Max tiene su casa-estudio, intentamos hacer memoria de todas las escenografías que hemos visto de él. Sin éxito. Cada vez que la lista parece completa, se nos viene otra a la cabeza. Nacido en Barcelona en 1971, Max estudió Diseño Industrial en la Escuela Massana y, como él mismo dice, acabó dedicándose a la escenografía «por casualidad». La primera casualidad ocurrió en 1993, haciendo tándem artístico con Estel Cristià, con quien co-firmaría una parte muy significativa de su carrera. Y la entropía escenográfica no dejó de concatenarse desde entonces, hasta dar lugar a una cantidad de espacios efímeros casi inalcanzable.
Las estanterías del estudio de Max, en cuyas repisas se yuxtaponen una veintena de maquetas de proyectos pasados, nos ayudan a hacer memoria. Y, sin embargo, Max describe el momento en el que actualmente se encuentra como un momento de crisis y transformación. Colaborador habitual de Sergi Belbel, Carlota Subirós, Àlex Rigola y La Veronal, entre otros, su trabajo nunca se ha desligado de la actualidad escénica. Y aunque se formó en el teatro comercial y las salas alternativas con directores que tenían una concepción clásica de la puesta en escena, los nuevos proyectos en los que se encuentra implicado, marcados por el cambio de paradigma, tanto económico como cultural, de los últimos años, le están obligando a efectuar un cierto proceso de desaprendizaje. «Curiosamente, es ahora que soy mayor”, nos dice, “que me estoy encontrando en la situación de romper estructuras.»
Nos aclara que él nunca ha tenido una metodología genérica que pudiera aplicar a cualquier proyecto sino que siempre ha entendido cada pieza como un juego para el que era preciso inventar nuevas normas. Esto hace que, en vez de mirar las novedades ‒técnicas y estéticas‒ con recelo, prefiera sumergirse en ellas. Este es el caso, nos dice, de las herramientas de dibujo digital y, efectivamente, podemos ver, al lado de una maqueta, un modelo de SketchUp abierto en su ordenador. «Nuestra generación se formó en una situación de extraño equilibrio entre la precariedad y el privilegio. El privilegio fue, en nuestro caso, poder acceder al mundo profesional de un modo directo. Las generaciones actuales, en cambio, han tenido que formarse exclusivamente desde dentro de la precariedad, y esto hace que sus propuestas artísticas sean más atrevidas y estimulantes. A veces tengo la sensación de que llego tarde.»
Pero tanto si diseña la escenografía para un espectáculo tradicional como La rosa tatuada de Carlota Subirós (2013) o para un montaje instalativo como Macho Man de Àlex Rigola (2018) o una pieza de danza de La Veronal como Pasionaria (2018), todos sus montajes se caracterizan por disponer de una factura impecable y una gran atención a los detalles y por constituir, en cada caso, un pequeño mundo autónomo. Estos son algunos de los rasgos de su trabajo que tenemos en mente cuando nos asegura que aún se está buscando a sí mismo como escenógrafo y que ni tan solo tiene del todo claro si el término «escenógrafo» es el mejor para definirlo: una interrogación que se acompasa con su rechazo de la idea de «método» y la curiosidad que lo lleva a dotar a cada uno de los espacios que diseña de su propia atmósfera y realidad.
Nos apetece tensar un poco más la cuerda, y le preguntamos si todas las transformaciones del hecho escénico a las que hace referencia desembocarán en la extinción de los espacios y rituales teatrales tal como los conocemos. Y si es cierto que, como decía Enrique Olmos de Íta, «los fabricantes de butacas no tienen futuro». Max nos responde rápidamente que si el ritual teatral tiene sentido para él es porque este es el espacio donde él ha llegado a reflexionar sobre la realidad (tanto como individuo como en colectivo) de un modo más intenso, y que espera que esta intensidad especial, que él vive en el proceso de investigación y ensayo, pueda reflejarse de algún modo en los espectadores; que pasen a formar parte del mismo grupo de discusión. Hay algo básico en este ritual, nos asegura, que se tiene que reinventar pero no perderse. «No tenemos que sacar las butacas del todo.»